viernes, 13 de noviembre de 2015

Somos unos pesados



Vale, de acuerdo: Soy una pesada; más vale empezar por escuchar entre líneas al lector: pesada lo serás tú, piensa. Bien, seré empática; asumo mi parte y sigo. 

No miro a  nadie en particular, pero pienso en la gente que me cruzo por la calle, dando voces por el teléfono, con gesto refitolero, o los que se sientan a mi lado en el metro, y se cuentan mutuamente lo que le dijeron a su cuñada, o lo que dignamente callaron para no discutir cuando su marido les increpó esto o lo otro. Unos pesados. Como diría Ana María, gente muy en sus puntos (tranquilo, si no sabes quién es Ana María puedes seguir leyendo, sin por ello ser más pesado que la media). La gente ahora les llama opinionated, o sea, se diría que afectados de un exceso de opinión, aunque, según el traductor de Google, el palabro significa dogmático.


Los dogmáticos son una variedad de los pesados, un subgrupo muy intenso que se niega a salir de su caja, se infiltra en los saraos y te da la brasa; supongo que los habréis identificado con frecuencia, pero el problema del cual (yo, muy pesada) estoy empeñada en hablar es otro. La cuestión es esa epidemia de gestos puntillosos ante alternativas irrelevantes, de momentos tiquismiquis en situaciones que piden ligereza , de preferencias clarísimas ante dos opciones, a cual más tonta; esta invasión de palabrería superflua, de empeño inútil; este ansia de precisar, de concretar, de dejar claro que queremos esto y no aquello, este afán de tomar el café largo en taza mediana con leche templada; este empeño en pasar la realidad por el filtro de nuestras manías antes de mirarla, y  de narrar lo que vemos en ella en tiempo real, sin omitir detalle alguno. Les oyes (nos oyes), agarrados al móvil, ordenando numéricamente los argumentos: primero, tal y cual; segundo, esto y lo otro, y por fin, dicho lo cual: aquello de más allá. A quién le importa. A quién coño le importa. Lo que diga este, lo que diga yo, lo que digamos cada uno en esas frenéticas conversaciones en las cuales se diría que nos va la vida, cuando en realidad no nos jugamos nada. Nada de nada. El terreno de juego está en otro lado. Pero eso es otra cuestión, y no quiero ser pesada.

miércoles, 14 de enero de 2015

Escapadas



   Alguien se sorprendía hace poco de que la publicidad turística anuncia “escapadas” en lugar de “viajes”: ¿Pero dónde vivís, en Alcatraz? Según parece, apuntarse a un viaje al Mar Menor o a un fin de semana en Cuenca no es cambiar de ambiente, sino fugarse de alguna jaula, y cada uno tiene la suya; incluso dicen que las hay de oro, y que están bien si eres muy cursi.  Mis cuñadas y sus primas pasaban temporadas de su adolescencia en una casa familiar de la que escapaban por las noches. “¡Por la ventana!”, decía la más intrépida. “Pero si está la puerta abierta”, objetaba alguien, y acababan saliendo por la ventana, porque las huidas tienen sus protocolos. Luego llegaban a alguna discoteca prohibida y la intrépida decía a las sensatas: “Id besándoos”, y se largaba. Las otras se preguntaban si estaría pasando a mayores con algún otro fugitivo en un escondite ultra secreto de la discoteca, dado que los escondites son importantes en las fugas. El caso es que ella en la discoteca se esfumaba; era una redundante de la escapada. Hacía bien: una vez  has logrado la fuga, puedes hacer con ella lo que quieras. Incluso volver a casa y ponerte a pensar en el porqué de la manía de evadirte, en el sentido de consumir tanta literatura o cine de evasión y en las razones de ese empeño en planear escapadas y de estar siempre con la mente en otro aquí y otro hoy. Lo malo de volver es que puede ser triste, en especial si caes en la cuenta de que en tu ausencia nadie te buscaba. El fugitivo ideal está siempre perseguido por alguien, y eso le sube la autoestima. En ese sentido los raptos están muy bien.  Tuve un novio que siempre amenazaba con raptarme, pero nunca lo cumplía, así que le dejé por bocazas y me hice con otro que solo aspiraba a estar donde había que estar (sí, sé que no tiene mucho que ver, pero me apetecía contarlo).  
     Tengo un amigo en la cárcel, con el que se ha cometido una grave injusticia. En prisión lee, enseña inglés a otros reclusos, hace ejercicio, escribe, aprende. Como Viktor Frankl, el más famoso de los presos de los campos de concentración nazis, mi amigo es un hombre optimista, así que su manera de evadirse de la cárcel es usar bien su mente y su cuerpo. Sus cartas no son escapistas, pero tampoco tristes. Son de una dignidad absoluta, bienhumorada, sana. Deberíamos imitarle los que soñamos con huir en lugar de aprender a vivir. Otros amigos míos han protagonizado grandes fugas:  gente que ha escapado de un mal matrimonio, de las drogas, de una enfermedad gravísima o de la ruina. Esas sí que son escapadas que valen la pena.  Me gustaría reunirlos a todos para hacer una escapadita al Mar Menor.