sábado, 29 de junio de 2013

Madame Bovary en la Casa de Fieras



La Casa de Fieras del Retiro ha sido convertida en biblioteca pública. De repente, como si los años de remodelación se hubieran resuelto milagrosamente en cosa de semanas, ha caído el telón de la obra y se ha hecho visible la transformación. En cada gruta hay ahora un rinconcito con una mesa rodeada de estanterías, y en cada reja un ventanal, incoloro e inodoro, limpio y reluciente. Y dentro, en el lugar de aquel oso que paseaba su apestosa neurosis en un obsesivo ir y venir sobre sí mismo, hay un joven inclinado ante un libro.

Éste no es ya el lugar en el que vivimos nuestra evolución freudiana echando cacahuetes a los monos (risitas por sus culos rojos en la fase anal; fascinación ante los orangutanes onanistas años más tarde). Donde entonces había un tigre que olía a tigre hay ahora mesas blancas, librerías blancas, luz y literatura. En la jaula donde moría de desesperación la leona hay ahora alguien que lee Madame Bovary, o un tratado sobre algo, o un poema. Donde reía la hiena alguien ríe leyendo a Sharpe, y el Conde de Montecristo entra y sale de la jaula a su antojo.

Me acerco y observo al joven del libro. De pronto parece lógico que esté ahí. El Ayuntamiento se ha llevado al elefante y a la cebra, al búfalo y al avestruz. Han hecho bien. Pertenecen a especies sin problemas, que campan a sus anchas por la pradera africana. Los han sustituído por especímenes en peligro real de extinción: Seres humanos que leen libros, que acarician papel, que pasan páginas. Qué listos, los del Ayuntamiento.

Esto me digo, mientras estrello un cacahuete contra una jaula de cristal en la que alguien lee a Borges.

domingo, 9 de junio de 2013

La capa de ozono y la Guerra de los Cien Años


Ayer conocí a un hombre que nos contó que el origen del agujero de la capa de ozono está en los incendios producidos por la Guerra de los Cien Años.  Yo tenía ganas de creerle, porque me cayó muy bien y porque tiene una mujer capaz de ir a una boda con un tocado hecho de coladores, pero la verdad es que cuando los otros contertulios indagamos en el origen de su teoría no aportó fuentes fidedignas ni dato alguno para convencernos, sino que más bien, como suele decirse en mi familia, “disimuló su ignorancia con alegres risotadas”.

Deseosa de tener un nuevo amigo cargado de razón –los viejos la han ido perdiendo con el tiempo-, me lancé a buscar en Google.  Mi madre, que tiene 84 años, últimamente sostiene bastantes de sus aseveraciones con la coletilla de “lo dice Google”, así que me pareció que era el mejor modo de apuntalar mi fe en este nuevo amigo, y de paso hacerme con una teoría novedosa para ir diseminándola en mis propias conversaciones, que últimamente versan mayormente sobre los concursantes de Master Chef.

Hoy ha terminado mi viaje por Google con decepcionantes descubrimientos. En primer lugar, la Guerra de los Cien Años sólo duró 23, lo cual no me negaréis que es un bajonazo. Descubrí este particular tras infiltrarme  en una página de Wikipedia que me retrotrajo a oscuras películas medievales, con innumerables hogueras al fin de cada batalla. Envalentonada, empecé a multiplicar batallas por hogueras y por años, con el fin de dar volumen a la teoría de Europa convertida en una inmensa pira capaz de agujerear la estratosfera (supongo que es ahí donde está la capa de ozono). Pero, como, al contrario que mi nuevo amigo, no soy de ciencias, me cansé enseguida de hacer números.  Mi siguiente parada fue Juana de Arco en su propia hoguera, lo cual activó en mí algunas nuevas hipótesis, de las que también me cansé pronto. A continuación el titular “La capa de ozono gana la batalla” empezó a inclinarme decididamente hacia la idea de que mi nuevo amigo se había hecho un lío. Y finalmente,  agotada ya de mi navegación, opté por creer al pie de la letra un artículo traducido del alemán que aseguraba que la culpa es de las neveras.

Para colmo de desilusión, recordé a otro de los contertulios, que contó ayer cómo Ortega afirmaba que, al marchar a aquella guerra, los hombres se despedían de sus mujeres diciendo “adiós, me voy a la Guerra de los Cien Años”. Ni Ortega acertó, me dije, porque, ¿cómo iban a decir eso si la guerra sólo duró veintitrés? Al llegar a plantearme semejante memez tomé dos decisiones de lo más astutas: aceptar sin mirar todo lo que digan mis nuevos amigos y crear mi propia teoría sobre los concursantes de Master Chef y la relación de sus neveras con la Guerra de los Cien Años. Os juro que en ello estoy.